Wednesday, March 22, 2006

La Higuera del Cabo

Eran tiempos navideños, pero Miceas llamó a su gente para salir en la barca a pescar, como todos los días. Eran tiempos duros, y nadie podía permitirse un descanso, ni aun en navidad. Si bien el cielo estaba claro, el viento frío lo hizo pensar en tormenta. Pero no era cuestión de achicarse y perder el día por un tonto presagio.
El cabo de la higuera se erguía, ominoso, y marcaba el lugar por donde debían pasar para ir a mar abierto. Justo en la punta, solitaria, la higuera marcaba el vértice superior. De día había que pasar con mucho cuidado, pero de noche, las grandes olas y piedras puntiagudas eran la causa de muchos naufragios de pescadores que se habían retrasado.
Pasaron con mucho cuidado, y ya en mar abierto se dirigieron a la zona de pesca. Encontraron un gran cardumen, y estuvieron tirando y recogiendo la red todo el día.
–“Volvamos ya, muchachos, que hay nubes negras por allá”– dijo Miceas.

La tarde estaba avanzada y un fuerte viento se comenzaba a sentir. Luego de enderezar la cargada barca, y a fuerza de golpes de timón y cambiar la posición de las velas, lucharon trabajosamente contra el viento. La barca bailoteaba entre olas cada vez más fuertes, y el cielo se ponía cada! vez más oscuro. “Tenemos que llegar al cabo con algo de luz, sino estaremos perdidos”, pensó Miceas sin decir nada a sus hombres. Pero se fueron retrasando cada vez más. Quizá la tormenta no era tan fuerte como para hacerlos naufragar, pero sí les produjo un retraso muy grande.
Cuando llegaron a las cercanías del cabo, la noche y la tormenta teñían el cielo de una negrura impenetrable y pastosa.

–“¿Estaremos cerca del cabo?”–preguntó uno de los pescadores. Miceas no contestó, y con sus ojos trató de taladrar la oscuridad.
–“Vaya uno con la pértiga a la proa, por si llegamos a las rocas”– ordenó.
El viento había amainado, lo que les permitía navegar más lentamente. Pero en ese lugar el peligro eran las rocas y el oleaje que producía la rompiente. De pronto, un grito: “¡miren la higuera!” Todos miraron y vieron claramente la higuera, allá en lo alto, iluminada intermitentemente por una luz que emanaba de los higos que colgaban bamboleados por el viento. Inmediatamente corrigieron el rumbo y salieron de la zona de peligro. Entre exclamaciones de “¡milagro! ¡El niño Dios nos ha salvado!” llegaron al pequeño puerto. Las mujeres y los hijos de los pescadores aplaudían, y estos contaban entre sollozos lo sucedido. El cura ortodoxo organizó un rezo general y una procesión con velas y antorchas, para certificar el milagro, y luego, casi de madrugada, terminaron la noche tomando vino y festejando la Navidad.

Mientras tanto, allá en lo alto del cabo, el anciano Albarda se levantó y antes de calentar agua se dirigió al cobertizo del grupo electrógeno. Había previsto que se detuviera solo, pues le había colocado combustible para dos o tres horas, pero se sorprendió al encontrarlo funcionando todavía. Lo detuvo, y luego se dirigió a la higuera, allá en lo alto. Llegado que hubo, se puso a sacar, ayudándose con una escalerita, la magnífica guirnalda de navidad que le compró al árabe que todos los meses le acercaba mercadería en su burrito.

–Es un milagro–se dijo Albarda– que justo el árabe me trajera lo que tanto ansiaba. No tengo pino, pero la higuera se veía hermosa anoche.
A. Cipriani, 19/03/06.

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