Friday, November 21, 2008

EL FOTOGRAFO DE LONDRES

By Samuel Temple.

Había sido un día arduo. Cuando hice la última copia fotográfica, apagué la luz roja y me dirigí a la sala. Me serví un brandy. Eran las 10 p.m. de un domingo que ya terminaba. Distraídamente, me puse a hojear la agenda que Sally, mi secretaria, me dejó sobre la mesa de trabajo. El lunes próximo no será demasiado distinto de cualquier lunes: por la mañana atenderé mi negocio en Trafalgar Square, y haré unos cuantos retratos de niños ricos o de alguna dama que querrá plasmar su belleza y legarla a la posteridad (si la belleza no es tal, deberé extremar mis recursos, y jugando con la luz y la sombra y tal vez con algún retoque de negativo, la dama en cuestión dejará su cheque por unas cuantas libras)
Sin embargo, para este lunes por la tarde, Sally me incluyó en la agenda una visita por demás extraña: “Rudolf Kozinsky, embalsamador”, y seguía luego su dirección, que no comento aquí por razones que ya comprenderán. Me puse algo incómodo. Aparte de retratos, fiestas, cortejos fúnebres y algunas otras cosas, nunca había hablado con gente de ese oficio, y menos aun contratado como artista fotógrafo. Esa noche tuve algunas pesadillas, un presagio quizá, que a la mañana siguiente atribuí al cansancio y al brandy. La primera parte del lunes, hasta mediodía, transcurrió normalmente, como otras mañanas, pero una extraña sensación, que no pude definir, se hacía cada vez mas fuerte dentro de mi. Almorcé con Sally, que me distrajo contándome historias de su infortunio conyugal. Sally era una buena mujer, bastante joven aun, portadora de una serena belleza. Su marido, mujeriego, cruel y dictatorial, solo soportaba que su mujer trabajara conmigo por que al fin de la semana llevaba a su casa una buena cantidad de dinero, que mi popularidad de entonces me permitía pagarle.
Evidentemente yo seguía perturbado por la visita que tenía que hacer esa tarde, así que aproveché para indagar a Sally sobre el aspecto del sujeto que me había contratado. Sally lo describió como una persona poco agradable, enjuto, no muy alto y de indudable acento extranjero. Me necesitaba, dijo, para documentar los distintos pasos de su trabajo, ya que estaba escribiendo un tratado de taxidermia.
Por tarde comencé a preparar mi equipo con bastante tiempo: cámara, mi mejor objetivo (un Schneider 105 mm. F 6,3), polvos de magnesio, barral y disparador. A las 6.45 pm, busqué a Ramón, el español, en la parada de coches. Tenía que ir a un barrio alejado, y pensé que era mejor viajar en el carruaje de alguien de confianza. A las 7 en punto estuvimos en la dirección exacta que figuraba en la agenda. Un antiguo caserón con escalinata de acceso, y una chapa de bronce que identificaba al propietario.

La persona que me abrió la puerta respondía a la descripción de Sally. Rudolf Kozinsky, el embalsamador. Mientras me hacía pasar a la residencia, me fue explicando que quería documentar gráficamente los pasos de un nuevo procedimiento. En realidad no era nuevo, me dijo, sino que eran procesos creados por antiguos aborígenes de América, basados en el uso de hierbas aromáticas para el relleno y ciertas breas vegetales que permitían mantener la elasticidad de la piel del cadáver. Parece que el resultado era de un gran realismo, y hasta ahora, de una gran duración. Mientras me guiaba a la sala de trabajo, me previno sobre lo cruento de su trabajo, como para prepararme. Yo le comenté mi experiencia como fotógrafo en el frente de guerra y que ya había visto cosas terribles.
Ese día fotografié varias secuencias de su trabajo sobre el cuerpo de un anciano. De no ser por mi fortaleza de estómago, creo que no hubiera resistido el triste espectáculo de un cuerpo al borde de la descomposición, cuyos órganos internos eran extraídos a través de los orificios naturales.
Kozinsky no demostró inquietud por la importante suma de libras que le pedí por mi trabajo, y ya ese día me preparó un cheque con un sustancioso adelanto.
Así fue que a partir de ese momento, todos los días desde las 7 p.m. me dediqué a plasmar el macabro trabajo de este hombre. Todos los diferentes pasos fueron fotografiados minuciosamente. Rudolf no se molestaba por mis preguntas y me contestaba detalladamente. Era un hombre de modales suaves, muy dedicado a lo suyo. Nunca lo ví exasperado, ni siquiera molesto, salvo el día que le pregunté, por curiosidad, qué había tras la puerta permanentemente cerrada que, presumiblemente, conducía a otro gabinete. Se enojó visiblemente, y conteniéndose apenas, me instó a seguir con mi trabajo.
Algunos días después tuve oportunidad de quedarme solo. Rudolf bajó a atender un cliente, y yo, vencido por la curiosidad, decidí traspasar esa puerta.
“Que suerte”- me dije, pues estaba sin llave. El lugar era oscuro, y se sentía un fuerte olor a hierbas y ungüentos de los que usaba el embalsamador en su trabajo. Hurgué en mi bolsillo por alguna cerilla. Encendí una y busqué la lámpara de gas en alguna pared. Cuando la ubiqué y le di lumbre, pude observar el recinto. No era muy espacioso. Había algunos muebles, y, justo en el centro, una especie de mesa alargada con un cuerpo cubierto por un lienzo. Algo me llevó a descubrir ese cuerpo. La sorpresa fue enorme: una mujer de esplendorosa belleza y juventud yacía serenamente sobre la mesa de mármol. Observé alucinado el rostro de belleza incomparable y el cuerpo desnudo de absoluta perfección. Era sin duda la obra maestra de Rudolf Kozinsky, el embalsamador.
Lo escuché subir por la larga escalera, así que cubrí el cuerpo y volví a la sala de trabajo.
Esa noche soñé con la mujer del gabinete, que, llena de vida y caminando en un extraño paisaje de árboles nevados, se llegaba hasta mí, sonriendo. Yo la estrechaba en mis brazos, y nos besábamos apasionadamente.
El sueño me perturbó grandemente, y con variaciones, se repitió en los días subsiguientes.

Mi trabajo en lo de Rudolf ya casi había terminado, pero yo insistía en repetir tomas con la excusa de mejorar algunas fotos, con la secreta esperanza de que me dejara solo otra vez. Esa oportunidad se presentó algunos días después. Rudolf bajó para atender a otro cliente, y traspuse la puerta, pero esta vez munido de mi cámara y el barral de magnesio para iluminar el oscuro lugar. Preparé la cámara sobre el trípode y descubrí el cuerpo. Otra vez me sorprendió la perfección de sus rasgos. Realmente parecía dormir un plácido sueño. Comencé a preparar el barral del magnesio, cuando sentí la voz de Rudolf que tronaba a mi espalda:
–¡Sabía que habías entrado aquí, imbécil! ¡El otro día dejaste la lámpara encendida! ¡Ahora morirás, nadie conocerá mi secreto!
Se abalanzó sobre mi, que, sorprendido, retrocedí unos pasos, con el barral cargado de magnesio aun en mis manos. La maniobra fue tan brusca que el barral golpeó contra la lámpara de gas. El magnesio explotó en un relámpago de blancura impresionante, y aun encendido, cayó sobre un espeso cortinado que se inflamó de inmediato. El desaforado sujeto llegó hasta mi, y trabados en lucha rodamos por el suelo. Con un rudo esfuerzo lo pude arrojar a un lado. Cuando me incorporé, las llamas me rodeaban por los cuatro costados. Presa del temor, alcancé a tomar la cámara y el barral y salí corriendo del lugar. Junté mis cosas, y lleno de terror bajé a la calle, donde mi fiel cochero Ramón me esperaba. Puso al galope a sus caballos y me llevó hasta mi casa

Lo que sucedió después lo sé a través de lo que Sally me contó. Afiebrado y en delirio, pasé varios días revolviéndome en mi cama. El sueño volvía una y otra vez, pero ahora se convertía en un infierno de llamas. Kozinsky me golpeaba y se llevaba a la hermosa y desconocida mujer mientras gritaba:
–¡Es mía, solo mía! –y se alejaba arrastrándola.

Sally me cuidó todo ese tiempo. Ella dejó su casa cuando su marido, ebrio, la golpeó ferozmente, recriminándole que pasaba mucho tiempo en mi negocio. Yo, poco a poco, fui saliendo de mi estado febril, pero me repuse muy lentamente. Sally me contó que la casa de Kozinsky ardió totalmente, provocando su muerte. Los bomberos encontraron también el cadáver de una hermosa mujer, que extrañamente casi no fue perjudicada por las llamas. La policía intervino, y el hecho fue noticia en los diarios por mucho tiempo. Las investigaciones concluyeron en que el embalsamador, que estuvo al servicio del Zar, había huido de Rusia con el cadáver de su amada, esposa de un noble ruso. Este la mató cuando supo del romance de su mujer con el embalsamador, y Rudolf a su vez le descargó su pistola al noble, provocando su muerte. Después de una azarosa huida con el cuerpo, llegó hasta Londres, donde se radicó con nombre ficticio. De no ser por mi desafortunada intervención, nadie habría descubierto tal historia.

Yo perdí mis clientes mas importantes al desatender mi negocio y decidimos con Sally dejar nuestros pasados en la niebla de Londres. Hoy vivimos sin lujos pero muy unidos en una pequeña ciudad de Escocia, rodeados de una campiña de belleza extraordinaria. Ya casi no sueño con la mujer embalsamada. Sally es una buena chica, y juntos disfrutamos de una plácida vida campestre.


Traducido por
Adolfo Cipriani. Septiembre de 2004

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