Wednesday, November 26, 2008

Nube

Mañana fresca. El verano ya estaba insinuándose en esa primavera, pero había amanecido medio nublado, y venia feo del sur. Eran como unos nubarrones oscuros, que se retorcían, se mezclaban y luego se separaban de golpe, como con asco. Algún que otro relámpago se apagaba en la distancia.
Sentí ruido en el corral, me acordé de Nube y me fui para allá con un balde con maíz. Ahí estaba, las clinas alborotadas, golpeando con la cabeza la tranquera de recia madera. “Este potro no pierde las esperanzas…” me dije. Bajé el balde, que olisqueó desconfiado, y traté de acariciarle la cabeza. Esquivó mi ademán con algo de desprecio, me pareció. Detrás mío, la voz del Cipriano resonó suavemente: “No lo asujete mas, patrón, ¿lo va a tener siempre encerrado?”
El Cipriano hablaba poco, pero si lo hacia, era para decir algo importante. Cuando la Griselda me dejó, hace ya algunos años, el Cipriano apareció un tiempo después y se ofreció para trabajar de lo que sea. Venía, me hacía algún trabajito, y luego desaparecía tan silencioso como cuando llegaba. Nunca supe si tenía familia, ni con quien vivía, pero cuando le dije que si quería acomodarse por la casa, que me era un poco grande, dijo que si. La verdad, le digo, nunca supe por donde se acomodó. La casa empezó a estar mas limpia, más luminosa, y de vez en cuando lo veía al Cipriano con la escoba en la mano. La verdad, no podría haber conseguido un tipo más servicial y menos molesto que este hombre.
Lo miré al Cipriano, miré a Nube, y pensé que si, que sentido tenía tenerlo encerrado. Era muy arisco para el trabajo de campo, poco obediente y nunca, en tantos años, acepto del todo la montura o el cabestro. Quizá era hora de soltarlo. Que ganaba yo con tener al pobre animal asujetado.
“Cástrelo, don Juan, así se amansa”, me decían los conocedores.
”Si no lo castra, nunca le servirá pal trabajo e campo”.
Nunca quise castrarlo. Un poco por porfiado que soy, otro poco por que al final no nos llevábamos muy bien con el Nube, pero lo admiraba. Lo admiraba el por indómito, por la fuerza, el poder y la inteligencia que tenía este animal. Si yo hubiera sido la mitad de rebelde, si hubiera luchado un poco mas por mis cosas, a lo mejor no me habría ido como me fue en la vida.
Lo miré al Cipriano, miré al Nube, y despacio, muy despacio, quizá con algo de suspenso, desaté la cadena y abrí la tranquera. Un trueno resonó, atrás del barranco. El Nube observaba la escena, como esperando alguna trampa. Se acercó, despacio, los negros ojos fulgurantes. Encaró el espacio abierto entre el corral y la libertad, se sofrenó, nos miró de nuevo, y quizá cuando vio nuestras sonrisas se animó al todo. Salió primero despacio, luego aceleró un trote que se convirtió pronto en galope. Viera la velocidad que levantó. Podría haber competido con los mismos refucilos que poblaban el cielo, cerquita ya. Con asombro vimos que encaraba a semejante velocidad para el lado del barranco que había formado la crece. No se detuvo, y ante nuestras atónitas miradas, al mismo tiempo que un rayo caía, Dios sabe donde, saltó con un ímpetu increíble el ancho barranco. Medio tropezó, ya del otro lado, acomodó su cuerpo en medio del galope, y tomo para los cerrillos. Una luz fue, un viento repentino, un pájaro volando para salvar su vida.
Nos acercamos al barranco. Medimos la distancia con la vista… y eran muchos metros. Nadie nos iba a creer cuando lo contáramos.
Allá abajo, un hilo de agua comenzaba a pasar, mientras unos goterones caían ya con fuerza inusitada.

La tormenta amainó a eso del mediodía. Como había pensado, fue brava, y aquí y allá se observaban ramas caídas, algún pajarito muerto y algunos pequeños destrozos. Como fue sin piedra, el sembrado estaba un poco aplastado, pero se iba a recuperar.
El Nube, como le dije, tomó para los cerrillos. No es casualidad. Allí mismo fue que lo atrapé, hace tantos años ya: Andaba como perdido, lejos de la tropilla de caballos salvajes que vivían entre los cerros. Unos días mas tarde, deambulando por el lugar, encontré una yegua muerta, seguro la madre del Nube.
El potrillo creció fuerte y lozano, pero nunca perdió ese espíritu de libertad propio del caballo salvaje. Alguna vez pensé presentarlo en alguna cuadrera, pero me acordé del refrán: “no hay caballo blanco que sea ligero”. ¡Ja! ¡Si lo hubiera visto galopar y saltar ese barranco de un salto! Y con sus años encima, el muy loco…
Varias veces en la tarde, y ya caída la oración, mire para el lado de los cerrillos, con la esperanza de verlo volver, pero no, se hizo la noche y no hubo novedad.
Recién a los dos días, ya seguro de que no iba a volver, miré como al descuido para el lado del barranco, y allá donde la profundidad se hace un valle de arena me pareció ver un bulto que se movía lentamente. Era el Nube. Despacio se fue acercando y tomo para el lado del corral. Parecía como vencido, ¿vio? Cuando me acerque, vi que estaba sucio, embarrado, con una herida en el pecho. También tenía un machucón feazo en el anca izquierda. Como era temprano todavía, fui a buscar algunos elementos para limpiarlo y curarlo.
En el galpón busque un frasco de fluido Spineda, que yo sabia que tenia por allí.
Le tiré unos baldazos de agua encima, lo cepillé bien, desinfecté las heridas y froté con cariño el fluido Spineda en el machucón. Por un momento, me agache un poco bajo su cogote para ponerle el curabichera en la herida del pecho, y de pronto sentí un gran peso en el hombro. El Nube había apoyado su cabezota, como buscando un consuelo. Cosa rara, hay veces que este bicho parece gente.

No hay duda que la pelea fue brava. Usted sabe que en las tropillas salvajes hay un potro que es el jefe de la manada, y es el único que sirve a las yeguas. Los demás machos, potros y potrillos, no se como se las arreglan, pero hasta que alguno se anime y venza al jefe en una pelea bien fiera, no saben lo que es una hembra.
Es posible que el Nube se haya peleado con alguno de estos potros, o quizá se le haya animado al líder. Quien sabe.
Sanó pronto, y aunque siempre tenía la tranquera abierta, solo miraba, como nostálgico, para el lado de los cerrillos. Una mañana, ya curado y fuerte, nos echo una mirada al Cipriano y a mí, y se fue otra vez para el lado de los cerrillos, esta vez al trotecito. No saltó el barranco, y buscó el vado allá por el arenal. El Cipriano se rió como tragando su risa, y murmuró algo de que “un pelo de no se donde tira mas que una yunta de güeyes”.

Pasó el tiempo y el Nube no volvió más. La pucha, justo ahora que nos habíamos hecho amigos. Lo extrañé bastante, a lo mejor por que me faltaba esa ceremonia diaria de llevarle el maíz por la mañana. Quizá debería imitarlo, me dije. Dejar esta soledad empedernida y también buscar una compañera. Aunque tuviera que pelear por ella, no?
Después de unos meses, como con una urgencia, ensillé uno de los pingos de trabajo y despacito, un pucho mal prendido en la boca, me fui para el lado de los cerrillos.
Anduve un rato, como mirando distraído tanto verde en los pequeños valles entre cerro y cerro, y de pronto lo vi, cerca de la laguna donde el pasto es mas verde aun.
Estaba hermoso, mire, y una yegua mas hermosa aun se le apoyaba, mimosa diría yo, en un costado. Corriendo de aquí para allá, un potrillito retozaba.
Bueno, la historia terminó bien, pensé. Mientras tanto, el Nube como avisado por algo, giró la cabeza y me echó una larga mirada. No se que me dijo en esa mirada, pero me vine contento para el lado del rancho, silbando bajito, pensando quien sabe que cosas.

Raymundo Soto, 19 de noviembre de 2008.

1 comment:

Maretesus said...

excelente, uno de los mejores cuentos que te leí. Muy bien 10 felicitado, sigue así.