Wednesday, November 26, 2008

Textos Escurridos

(Selección de A. Cipriani de la novela “Canto a Elomira”, de J. Jardiel Barbusse)

Mi dulce amor, sueño de mis sueños, esta carta llegará a ti en manos de mi fiel servidor Josefo, el cual, oh, desgracia, habrá sido el encargado de clavar el puñal que acabe con mi dolor. Pero no te aflijas que esto así sea, porque está escrito, y así fue delineado por los encargados de forjar nuestro destino.
Dulce amada mía, los acontecimientos se precipitan. Sienten mis oídos el fragor de lo hierros que vienen a buscarme. Mis propios hombres, los que conmigo al frente luchamos en mil batallas por el bien de nuestro rey, hoy, ya lo sé, serán los que me maten.
Está bien que así sea. No hay otra salida que salve mejor tu honor y el de mi amado rey. Mi muerte limpiará nombres, yo seré olvidado de todos, que no de ti, estoy seguro, aunque debas ocultar en tu rebozo esas lágrimas que pugnarán por salir. No temas, no te castigues, eres la reina, y por lo tanto inmune de comunes designios. El amor que nos unió, el hilo aquel que nos mantendrá unidos hasta el fin de los tiempos, no tiene otro destino cual el de ser sagrado. Es superior a nosotros, es superior a la ley del hombre, estoy seguro, y así siento ahora en la proximidad de la muerte, que nuestro pecado lleva en si su propia redención.
La prueba es que nos fue permitido un solo encuentro, primero y último, en el cual nuestras vidas discurrieron fuera del tiempo del mortal. El perfecto Señor de los cielos juzgó que nuestro amor era digno, y nos dio esos instantes que por su bienaventuranza los hizo tan extensos que pudimos vivir una vida de amor tan perfecta, que para otros mortales, años pocos son para vivir tan grande amor.
No se cuanto duró ese encuentro. Solo sé que en esos minutos nuestro amor se desplegó, se hizo extenso en el tiempo. No se cuanto tiempo estuve aspirando tus cabellos, cuantos segundos tus labios jugaron en los míos o en los recovecos de mi cuerpo. No se cuantos minutos u horas, mis manos extasiadas recorrieron la perfección de tu espalda, o se detuvieron sorprendidas en las pequeñas palomas de tus pies. Las cicatrices de mi pecho fueron conmovidas por tus redondas lunas, apoyadas un instante casi eterno. “Amada mia,”te dije, “solo la muerte puede superar este éxtasis,” y tu dijiste, humedeciendo mis oídos, “amado, si es la muerte el castigo a tanta dicha, a ella me entrego feliz de haberte conocido”
Pero, agradezco al Altísimo, es a mí a quien la muerte ronda hoy. Ya se acerca el fragor de la turba, drogada con la sangre de tantas muertes, y mi fiel Josefo tiene la consigna de clavar, él primero, su puñal en mi pecho. Le brindaré una última mirada, agradecido de salvar a su reina del dolor de los latigazos en mi espalda, deseosos de borrar la tibia caricia, hace tan poco, de tus afiebrados pechos.
El rey, que me perdone, cuando te obligue a cumplir tus deberes de esposa, ni siquiera podrá imaginar que tus piernas fueron un perfecto collar para mi cuello. Pobrecillo, mi rey, es su destino…
Y a ti, mi más bella amada, te digo lo que me dijo el mago aquel que me curó de las heridas y las fiebres después de una cruenta batalla contra el moro. El decía que la vida comprende muchas vidas, que es como un teatro en el que se representan muchas obras, pero siempre con los mismos actores intercambiando los papeles. Que todos nos volvemos a encontrar, antes o después, y que se van formando lazos tan profundos entre algunos de esos actores, que en las distintas vidas vuelven a encontrarse, y que no saben de donde, o de cuando se conocen, pero se sienten mas unidos que con el resto de los mortales. Ese es nuestro caso, de seguro, y es por eso que no temo a este final que se aproxima, por que se que solo es un principio.
Ten paciencia, mi amor, obedece a tu rey, y solo espera, que volveremos a encontrarnos.
Ya golpean las lanzas en mi puerta, ya ha llegado el momento predccido, y te mando mi más grande energía de amor para que te acompañe siempre, hasta aquel momento en que partas a encontrarme.
Amor de mi vida, mi sueño, mi dolor, mi todo, ha llegado mi hora. Ya la puerta de cuarto cae hecha pedazos, ya se aproxima el puñal que ha de matarme, y te digo adiós, mi dulce amada…

11/11/08

Nube

Mañana fresca. El verano ya estaba insinuándose en esa primavera, pero había amanecido medio nublado, y venia feo del sur. Eran como unos nubarrones oscuros, que se retorcían, se mezclaban y luego se separaban de golpe, como con asco. Algún que otro relámpago se apagaba en la distancia.
Sentí ruido en el corral, me acordé de Nube y me fui para allá con un balde con maíz. Ahí estaba, las clinas alborotadas, golpeando con la cabeza la tranquera de recia madera. “Este potro no pierde las esperanzas…” me dije. Bajé el balde, que olisqueó desconfiado, y traté de acariciarle la cabeza. Esquivó mi ademán con algo de desprecio, me pareció. Detrás mío, la voz del Cipriano resonó suavemente: “No lo asujete mas, patrón, ¿lo va a tener siempre encerrado?”
El Cipriano hablaba poco, pero si lo hacia, era para decir algo importante. Cuando la Griselda me dejó, hace ya algunos años, el Cipriano apareció un tiempo después y se ofreció para trabajar de lo que sea. Venía, me hacía algún trabajito, y luego desaparecía tan silencioso como cuando llegaba. Nunca supe si tenía familia, ni con quien vivía, pero cuando le dije que si quería acomodarse por la casa, que me era un poco grande, dijo que si. La verdad, le digo, nunca supe por donde se acomodó. La casa empezó a estar mas limpia, más luminosa, y de vez en cuando lo veía al Cipriano con la escoba en la mano. La verdad, no podría haber conseguido un tipo más servicial y menos molesto que este hombre.
Lo miré al Cipriano, miré a Nube, y pensé que si, que sentido tenía tenerlo encerrado. Era muy arisco para el trabajo de campo, poco obediente y nunca, en tantos años, acepto del todo la montura o el cabestro. Quizá era hora de soltarlo. Que ganaba yo con tener al pobre animal asujetado.
“Cástrelo, don Juan, así se amansa”, me decían los conocedores.
”Si no lo castra, nunca le servirá pal trabajo e campo”.
Nunca quise castrarlo. Un poco por porfiado que soy, otro poco por que al final no nos llevábamos muy bien con el Nube, pero lo admiraba. Lo admiraba el por indómito, por la fuerza, el poder y la inteligencia que tenía este animal. Si yo hubiera sido la mitad de rebelde, si hubiera luchado un poco mas por mis cosas, a lo mejor no me habría ido como me fue en la vida.
Lo miré al Cipriano, miré al Nube, y despacio, muy despacio, quizá con algo de suspenso, desaté la cadena y abrí la tranquera. Un trueno resonó, atrás del barranco. El Nube observaba la escena, como esperando alguna trampa. Se acercó, despacio, los negros ojos fulgurantes. Encaró el espacio abierto entre el corral y la libertad, se sofrenó, nos miró de nuevo, y quizá cuando vio nuestras sonrisas se animó al todo. Salió primero despacio, luego aceleró un trote que se convirtió pronto en galope. Viera la velocidad que levantó. Podría haber competido con los mismos refucilos que poblaban el cielo, cerquita ya. Con asombro vimos que encaraba a semejante velocidad para el lado del barranco que había formado la crece. No se detuvo, y ante nuestras atónitas miradas, al mismo tiempo que un rayo caía, Dios sabe donde, saltó con un ímpetu increíble el ancho barranco. Medio tropezó, ya del otro lado, acomodó su cuerpo en medio del galope, y tomo para los cerrillos. Una luz fue, un viento repentino, un pájaro volando para salvar su vida.
Nos acercamos al barranco. Medimos la distancia con la vista… y eran muchos metros. Nadie nos iba a creer cuando lo contáramos.
Allá abajo, un hilo de agua comenzaba a pasar, mientras unos goterones caían ya con fuerza inusitada.

La tormenta amainó a eso del mediodía. Como había pensado, fue brava, y aquí y allá se observaban ramas caídas, algún pajarito muerto y algunos pequeños destrozos. Como fue sin piedra, el sembrado estaba un poco aplastado, pero se iba a recuperar.
El Nube, como le dije, tomó para los cerrillos. No es casualidad. Allí mismo fue que lo atrapé, hace tantos años ya: Andaba como perdido, lejos de la tropilla de caballos salvajes que vivían entre los cerros. Unos días mas tarde, deambulando por el lugar, encontré una yegua muerta, seguro la madre del Nube.
El potrillo creció fuerte y lozano, pero nunca perdió ese espíritu de libertad propio del caballo salvaje. Alguna vez pensé presentarlo en alguna cuadrera, pero me acordé del refrán: “no hay caballo blanco que sea ligero”. ¡Ja! ¡Si lo hubiera visto galopar y saltar ese barranco de un salto! Y con sus años encima, el muy loco…
Varias veces en la tarde, y ya caída la oración, mire para el lado de los cerrillos, con la esperanza de verlo volver, pero no, se hizo la noche y no hubo novedad.
Recién a los dos días, ya seguro de que no iba a volver, miré como al descuido para el lado del barranco, y allá donde la profundidad se hace un valle de arena me pareció ver un bulto que se movía lentamente. Era el Nube. Despacio se fue acercando y tomo para el lado del corral. Parecía como vencido, ¿vio? Cuando me acerque, vi que estaba sucio, embarrado, con una herida en el pecho. También tenía un machucón feazo en el anca izquierda. Como era temprano todavía, fui a buscar algunos elementos para limpiarlo y curarlo.
En el galpón busque un frasco de fluido Spineda, que yo sabia que tenia por allí.
Le tiré unos baldazos de agua encima, lo cepillé bien, desinfecté las heridas y froté con cariño el fluido Spineda en el machucón. Por un momento, me agache un poco bajo su cogote para ponerle el curabichera en la herida del pecho, y de pronto sentí un gran peso en el hombro. El Nube había apoyado su cabezota, como buscando un consuelo. Cosa rara, hay veces que este bicho parece gente.

No hay duda que la pelea fue brava. Usted sabe que en las tropillas salvajes hay un potro que es el jefe de la manada, y es el único que sirve a las yeguas. Los demás machos, potros y potrillos, no se como se las arreglan, pero hasta que alguno se anime y venza al jefe en una pelea bien fiera, no saben lo que es una hembra.
Es posible que el Nube se haya peleado con alguno de estos potros, o quizá se le haya animado al líder. Quien sabe.
Sanó pronto, y aunque siempre tenía la tranquera abierta, solo miraba, como nostálgico, para el lado de los cerrillos. Una mañana, ya curado y fuerte, nos echo una mirada al Cipriano y a mí, y se fue otra vez para el lado de los cerrillos, esta vez al trotecito. No saltó el barranco, y buscó el vado allá por el arenal. El Cipriano se rió como tragando su risa, y murmuró algo de que “un pelo de no se donde tira mas que una yunta de güeyes”.

Pasó el tiempo y el Nube no volvió más. La pucha, justo ahora que nos habíamos hecho amigos. Lo extrañé bastante, a lo mejor por que me faltaba esa ceremonia diaria de llevarle el maíz por la mañana. Quizá debería imitarlo, me dije. Dejar esta soledad empedernida y también buscar una compañera. Aunque tuviera que pelear por ella, no?
Después de unos meses, como con una urgencia, ensillé uno de los pingos de trabajo y despacito, un pucho mal prendido en la boca, me fui para el lado de los cerrillos.
Anduve un rato, como mirando distraído tanto verde en los pequeños valles entre cerro y cerro, y de pronto lo vi, cerca de la laguna donde el pasto es mas verde aun.
Estaba hermoso, mire, y una yegua mas hermosa aun se le apoyaba, mimosa diría yo, en un costado. Corriendo de aquí para allá, un potrillito retozaba.
Bueno, la historia terminó bien, pensé. Mientras tanto, el Nube como avisado por algo, giró la cabeza y me echó una larga mirada. No se que me dijo en esa mirada, pero me vine contento para el lado del rancho, silbando bajito, pensando quien sabe que cosas.

Raymundo Soto, 19 de noviembre de 2008.

Friday, November 21, 2008

EL FOTOGRAFO DE LONDRES

By Samuel Temple.

Había sido un día arduo. Cuando hice la última copia fotográfica, apagué la luz roja y me dirigí a la sala. Me serví un brandy. Eran las 10 p.m. de un domingo que ya terminaba. Distraídamente, me puse a hojear la agenda que Sally, mi secretaria, me dejó sobre la mesa de trabajo. El lunes próximo no será demasiado distinto de cualquier lunes: por la mañana atenderé mi negocio en Trafalgar Square, y haré unos cuantos retratos de niños ricos o de alguna dama que querrá plasmar su belleza y legarla a la posteridad (si la belleza no es tal, deberé extremar mis recursos, y jugando con la luz y la sombra y tal vez con algún retoque de negativo, la dama en cuestión dejará su cheque por unas cuantas libras)
Sin embargo, para este lunes por la tarde, Sally me incluyó en la agenda una visita por demás extraña: “Rudolf Kozinsky, embalsamador”, y seguía luego su dirección, que no comento aquí por razones que ya comprenderán. Me puse algo incómodo. Aparte de retratos, fiestas, cortejos fúnebres y algunas otras cosas, nunca había hablado con gente de ese oficio, y menos aun contratado como artista fotógrafo. Esa noche tuve algunas pesadillas, un presagio quizá, que a la mañana siguiente atribuí al cansancio y al brandy. La primera parte del lunes, hasta mediodía, transcurrió normalmente, como otras mañanas, pero una extraña sensación, que no pude definir, se hacía cada vez mas fuerte dentro de mi. Almorcé con Sally, que me distrajo contándome historias de su infortunio conyugal. Sally era una buena mujer, bastante joven aun, portadora de una serena belleza. Su marido, mujeriego, cruel y dictatorial, solo soportaba que su mujer trabajara conmigo por que al fin de la semana llevaba a su casa una buena cantidad de dinero, que mi popularidad de entonces me permitía pagarle.
Evidentemente yo seguía perturbado por la visita que tenía que hacer esa tarde, así que aproveché para indagar a Sally sobre el aspecto del sujeto que me había contratado. Sally lo describió como una persona poco agradable, enjuto, no muy alto y de indudable acento extranjero. Me necesitaba, dijo, para documentar los distintos pasos de su trabajo, ya que estaba escribiendo un tratado de taxidermia.
Por tarde comencé a preparar mi equipo con bastante tiempo: cámara, mi mejor objetivo (un Schneider 105 mm. F 6,3), polvos de magnesio, barral y disparador. A las 6.45 pm, busqué a Ramón, el español, en la parada de coches. Tenía que ir a un barrio alejado, y pensé que era mejor viajar en el carruaje de alguien de confianza. A las 7 en punto estuvimos en la dirección exacta que figuraba en la agenda. Un antiguo caserón con escalinata de acceso, y una chapa de bronce que identificaba al propietario.

La persona que me abrió la puerta respondía a la descripción de Sally. Rudolf Kozinsky, el embalsamador. Mientras me hacía pasar a la residencia, me fue explicando que quería documentar gráficamente los pasos de un nuevo procedimiento. En realidad no era nuevo, me dijo, sino que eran procesos creados por antiguos aborígenes de América, basados en el uso de hierbas aromáticas para el relleno y ciertas breas vegetales que permitían mantener la elasticidad de la piel del cadáver. Parece que el resultado era de un gran realismo, y hasta ahora, de una gran duración. Mientras me guiaba a la sala de trabajo, me previno sobre lo cruento de su trabajo, como para prepararme. Yo le comenté mi experiencia como fotógrafo en el frente de guerra y que ya había visto cosas terribles.
Ese día fotografié varias secuencias de su trabajo sobre el cuerpo de un anciano. De no ser por mi fortaleza de estómago, creo que no hubiera resistido el triste espectáculo de un cuerpo al borde de la descomposición, cuyos órganos internos eran extraídos a través de los orificios naturales.
Kozinsky no demostró inquietud por la importante suma de libras que le pedí por mi trabajo, y ya ese día me preparó un cheque con un sustancioso adelanto.
Así fue que a partir de ese momento, todos los días desde las 7 p.m. me dediqué a plasmar el macabro trabajo de este hombre. Todos los diferentes pasos fueron fotografiados minuciosamente. Rudolf no se molestaba por mis preguntas y me contestaba detalladamente. Era un hombre de modales suaves, muy dedicado a lo suyo. Nunca lo ví exasperado, ni siquiera molesto, salvo el día que le pregunté, por curiosidad, qué había tras la puerta permanentemente cerrada que, presumiblemente, conducía a otro gabinete. Se enojó visiblemente, y conteniéndose apenas, me instó a seguir con mi trabajo.
Algunos días después tuve oportunidad de quedarme solo. Rudolf bajó a atender un cliente, y yo, vencido por la curiosidad, decidí traspasar esa puerta.
“Que suerte”- me dije, pues estaba sin llave. El lugar era oscuro, y se sentía un fuerte olor a hierbas y ungüentos de los que usaba el embalsamador en su trabajo. Hurgué en mi bolsillo por alguna cerilla. Encendí una y busqué la lámpara de gas en alguna pared. Cuando la ubiqué y le di lumbre, pude observar el recinto. No era muy espacioso. Había algunos muebles, y, justo en el centro, una especie de mesa alargada con un cuerpo cubierto por un lienzo. Algo me llevó a descubrir ese cuerpo. La sorpresa fue enorme: una mujer de esplendorosa belleza y juventud yacía serenamente sobre la mesa de mármol. Observé alucinado el rostro de belleza incomparable y el cuerpo desnudo de absoluta perfección. Era sin duda la obra maestra de Rudolf Kozinsky, el embalsamador.
Lo escuché subir por la larga escalera, así que cubrí el cuerpo y volví a la sala de trabajo.
Esa noche soñé con la mujer del gabinete, que, llena de vida y caminando en un extraño paisaje de árboles nevados, se llegaba hasta mí, sonriendo. Yo la estrechaba en mis brazos, y nos besábamos apasionadamente.
El sueño me perturbó grandemente, y con variaciones, se repitió en los días subsiguientes.

Mi trabajo en lo de Rudolf ya casi había terminado, pero yo insistía en repetir tomas con la excusa de mejorar algunas fotos, con la secreta esperanza de que me dejara solo otra vez. Esa oportunidad se presentó algunos días después. Rudolf bajó para atender a otro cliente, y traspuse la puerta, pero esta vez munido de mi cámara y el barral de magnesio para iluminar el oscuro lugar. Preparé la cámara sobre el trípode y descubrí el cuerpo. Otra vez me sorprendió la perfección de sus rasgos. Realmente parecía dormir un plácido sueño. Comencé a preparar el barral del magnesio, cuando sentí la voz de Rudolf que tronaba a mi espalda:
–¡Sabía que habías entrado aquí, imbécil! ¡El otro día dejaste la lámpara encendida! ¡Ahora morirás, nadie conocerá mi secreto!
Se abalanzó sobre mi, que, sorprendido, retrocedí unos pasos, con el barral cargado de magnesio aun en mis manos. La maniobra fue tan brusca que el barral golpeó contra la lámpara de gas. El magnesio explotó en un relámpago de blancura impresionante, y aun encendido, cayó sobre un espeso cortinado que se inflamó de inmediato. El desaforado sujeto llegó hasta mi, y trabados en lucha rodamos por el suelo. Con un rudo esfuerzo lo pude arrojar a un lado. Cuando me incorporé, las llamas me rodeaban por los cuatro costados. Presa del temor, alcancé a tomar la cámara y el barral y salí corriendo del lugar. Junté mis cosas, y lleno de terror bajé a la calle, donde mi fiel cochero Ramón me esperaba. Puso al galope a sus caballos y me llevó hasta mi casa

Lo que sucedió después lo sé a través de lo que Sally me contó. Afiebrado y en delirio, pasé varios días revolviéndome en mi cama. El sueño volvía una y otra vez, pero ahora se convertía en un infierno de llamas. Kozinsky me golpeaba y se llevaba a la hermosa y desconocida mujer mientras gritaba:
–¡Es mía, solo mía! –y se alejaba arrastrándola.

Sally me cuidó todo ese tiempo. Ella dejó su casa cuando su marido, ebrio, la golpeó ferozmente, recriminándole que pasaba mucho tiempo en mi negocio. Yo, poco a poco, fui saliendo de mi estado febril, pero me repuse muy lentamente. Sally me contó que la casa de Kozinsky ardió totalmente, provocando su muerte. Los bomberos encontraron también el cadáver de una hermosa mujer, que extrañamente casi no fue perjudicada por las llamas. La policía intervino, y el hecho fue noticia en los diarios por mucho tiempo. Las investigaciones concluyeron en que el embalsamador, que estuvo al servicio del Zar, había huido de Rusia con el cadáver de su amada, esposa de un noble ruso. Este la mató cuando supo del romance de su mujer con el embalsamador, y Rudolf a su vez le descargó su pistola al noble, provocando su muerte. Después de una azarosa huida con el cuerpo, llegó hasta Londres, donde se radicó con nombre ficticio. De no ser por mi desafortunada intervención, nadie habría descubierto tal historia.

Yo perdí mis clientes mas importantes al desatender mi negocio y decidimos con Sally dejar nuestros pasados en la niebla de Londres. Hoy vivimos sin lujos pero muy unidos en una pequeña ciudad de Escocia, rodeados de una campiña de belleza extraordinaria. Ya casi no sueño con la mujer embalsamada. Sally es una buena chica, y juntos disfrutamos de una plácida vida campestre.


Traducido por
Adolfo Cipriani. Septiembre de 2004